Celso Víctor Torres Figueroa y Amadeo Torres Guerrero, destacados escritores de las últimas décadas del siglo IX e inicios del XX, registraron historias sobre la Nina o Nuna Mula.
El imponente jinete
Cuentan los nonagenarios y centenarios de la ciudad que en la quinta noche luna nueva, un elegante y fornido hacendado recorría la ciudad buscando a toda persona que quiera trabajar para él.
El jinete siempre iba a lomo de mulas de paso fino finamente vestidos, sus pasos por las calles eran notorias por los relinchos y el fuerte andar de los animales.
Los que accedían a trabajar para él, no sabían que su nuevo patrón era el demonio y él era el creador de las criaturas llamadas ninas o nunas mulas.
El castigo
Los rumores y juicios de los pobladores sobre amores prohibidos entre un sacerdote y una dama recorrían la ciudad rápidamente.
Dichos murmullos a veces eran evidenciados cuando ambos o cualquiera de los dos amantes mencionados mostraban marcas de ronzal en el rostro y caían postrados en condición vegetativa o inerte.
Esa era la primera función del diabólico jinete, recorrer la ciudad en busca de ese amor prohibido, condenando a la inercia física y convertir las almas de las parejas en mulas.
Las mulas habitaban una hacienda cuyo cielo era rojizo y de clima cálido, con campos lleno de cenizas; mientras sus cuerpos terrestres permanecían inertes en sus lechos por toda la eternidad.
Las ninas o nunas mulas acompañaban al diablo durante los recorridos nocturnos de luna nueva con el objetivo de captar obreros y obreras que osaban salir de sus casas.
Las almas de los pecadores, más no vidas humanas, podían encontrar la paz gracias a aquellos que aceptaban trabajar en la ascienda infernal, pero solo tenían una oportunidad.
Al llegar al lugar o ascienda, el demonio daba a elegir dos tipos de sandalias, un par era de jebe y el otro juego de metal muy pesado.
Las primeras al ser cómodas condenaban al trabajo perpetuo, mientras que las segundas al ser menos atractivas representaban la llave de salida, y claro, primero debían cumplir la tarea encomendada.
Era necesario estar alerta y saber identificar al animal que encierra el alma a salvar, pues al volver a la tierra debían realizar un acto que, a vista de familiares y vecinos, resultaba cruel e inhumano.
Se trataba de encender un horno a leña y cuando llegaba a su máxima temperatura, el cuerpo inerte del pecador o pecadora debía entrar para ser liberado y el cuerpo convertido a cenizas.
Ahí la tradición de arrojar pedazos pequeños de masa a los hornos antes colocar las latas de pan o fuentes de asado.
Aún con esas referencias, existen más historias escritas y habladas sobra la nina o nuna mula que merecen su propio espacio.
Notas del segmento Mitos y Leyendas:
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