Según referencias de Isaías Zavaleta Figueroa, Martín Aurazo Díaz era distribuidor de la casa editora EWNG que perdió más de 700 mil soles en el terremoto de 1970 en el Callejón de Huaylas.
Luego de esta imborrable experiencia continuó trabajando para la misma empresa en una nueva zona que comprendía los departamentos Arequipa, Puno y Cuzco.
Entrevista publicada en el II tomo de la obra “”El Callejón de Huaylas antes y después del terremoto del 31 de mayo de 1970”.
El testimonio fue rescatado por Rómulo Pajuelo Prieto en el libro Vida muerte y resurrección, testimonios del sismo alud 1970; y ahora es corregido y adaptado para esta plataforma digital.
La tragedia
A eso de las tres de la tarde del domingo 31 de mayo de 1970, me encontraba en Yungay, en el taller de radiotecnia del señor Salinas.
Ni bien habíamos iniciado una charla amena, inició el remezón telúrico con la intensidad que ya se conoce.
La casa de este amigo se hallaba cerca al restaurante “Los Claveles” en el jirón 28 de Julio. A la vez de salir a la calle como lo hacía la mayor parte de la gente, optamos por entrar al patio de la casa.
Así abrazados en medio del área libre (que era amplio), vimos caer las cuatro paredes que rodeaban la morada. Quedamos rodeados de una montaña de escombros y polvareda asfixiante.
Tan luego cesó el movimiento sísmico salimos a la calle, levantando vigas y adobes caídos.
Con la rapidez que requería el momento corrimos a la pista, porque escuchamos un ruido tremendo hacia el lado este de la ciudad.
Seguros que se desprendía las nieves del Huascarán, como había sucedido 8 años atrás en Ranrahirca.
Emprendimos desenfrenada carrera de la Carretera Central al cementerio, que está sobre un alto morro. Vimos cómo una gigantesca mole de humo negro se precipitaba sobre la ciudad.
En la pista nos jaloneamos los dos, mi ocasional amigo decía – vamos hacia el sur – pero por razones que hasta ahora no logro explicar, eché a correr hacia el norte, es decir hacia Caraz.
Despavorido aceleré a la carrera, pero en el trayecto encontré a una señora embarazada, que al no poder correr se puso de rodillas sobre el asfalto y tomándome de la mano clamó al cielo.
Traté de abrazarme a ella queriendo auxiliarla o esperar la muerte allí, porque el barro estaba ya cerca, más la bendita señora en sublime gesto dijo:
– Corra usted que es joven… ¡Sálvese, déjeme morir!
Instintivamente eché a correr en la dirección señalada, sin perder de vista el avance del alud. Conmigo iban unas cuantas personas que eran menores de edad.
Al llegar a la altura de una lomita del sitio denominado Cochahuaín, a casi cuatro metros de mí, el barro negro y espeso paró lentamente, dejando detrás un cuadro dantesco, horripilante y macabro.
La ciudad quedaba convertida en una inmensa playa, palpitando como una gelatina sobre la sangre fresca de miles de yungaínos, por quienes conmovido saqué mi pañuelo y lloré.
En compañía de muchos sobrevivientes pasé la noche en la cumbre del cerro del lado este de la ciudad, donde contemplé aterrorizado la indescriptible escena de gigantesca muerte.
Esa noche la pasé entre un grupo de 20 campesinos, el lunes permanecí en la parte baja con un profesor de inglés del colegio Santa Inés y con un niño que se había salvado en el estadio por asistir a la función de matiné que ofrecía ese domingo el circo Verolina.
Rumbo a Caraz y un encuentro inesperado
El martes decidí salir con dirección a Caraz, y casi a la altura de la hacienda San Miguel, caminando más de 15 kilómetros, para sorpresa mía, di con la presencia del amigo Salinas.
Lo imaginaba ya por muerto; él pensaba lo mismo de mí, regresaba de Caraz después de haber enviado mensajes para sus familiares que residían en Lima.
Nos dimos un prolongado abrazo en medio de un llanto incontenible. Este amigo se había salvado en la cumbre del cementerio.
Continué el viaje con toda la incomodidad que sentía en los pies, porque llevaba solo calzado en el pie izquierdo, el derecho lo había perdido y usaba un desgastado llanque.
Los días siguientes al sismo casi no probé alimento alguno, al llegar a Caraz recién lo hice en la casa de mi amigo Alejandro Mejía, empleado del Banco de la Nación.
Este buen caracino brindó muy conmovido un par de calzados usados y medias, sentí también honda consternación y a la vez profunda alegría.
Como estuve ese domingo en Yungay con manga de camisa, conseguí un saco para protegerme del intenso frío propio de la temporada.
Estuve en Caraz tres días, durante ese tiempo me incorporé a la Policía Cívica, que se había organizado para proteger a la ciudad de robos y demás peligros.
Ya en Huaraz
En el primer helicóptero que llegó conseguí salir hasta Anta, gracias que el piloto era amigo mío. Pasé la noche en este nuevo aeropuerto del Callejón de Huaylas, durmiendo en el mismo aparato.
De este lugar seguí mi viaje a Huaraz en una camioneta, a fin de sacar mi equipaje que tenía encargado en un cuarto alquilado en el barrio Belén.
Fue una gran desilusión encontrar la ciudad totalmente destruida y no poder ubicar la vivienda.
Después de una ardua búsqueda, di con el paradero de la dueña de la casa, la señora Irma Paúcar, que se encontraba refugiada en el Hospital Regional.
Con ella tratamos de ubicar sus habitaciones destruidas, pero no pude sacar mis pertenencias porque en el interior pude distinguir, horrorizado, cadáveres ya en estado de descomposición.
Preferí no insistir en escarbar los escombros por temor a adquirir alguna enfermedad, pensé que, habiéndome salvado de la catástrofe de Yungay, no era del caso buscar la muerte.
En el maletín que dejé en Yungay también perdí todos los documentos de cobranza de la firma comercial que representaba.
Al reencuentro con su madre y hermanos
Salí del Callejón de Huaylas con la suma de 1800 soles, ese dinero en esos momentos nada valía, porque no había qué comprar, el intercambio comercial estaba anulado completamente.
De Huaraz me dirigí a Conococha en camioneta, en compañía de nueve personas; pero de ese lugar decidimos viajar hasta el lugar denominado Chasqui a pie que distaba unos 120 kilómetros.
Llegué con los pies destrozados y muerto de cansancio, así como los zapatos que recibí en Caraz también destrozados.
Al caminar más de 24 horas, continué el viaje a Barranca en un camión de carga, y de allí a Lima en automóvil.
El encuentro que tuve con mi madre fue dramático y desgarrador, así como con mis hermanos.
Ellos me contaban entre los miles de muertos a pesar recibir mensajes desde Caraz por radio. Pensaban que algún amigo lo hizo solo por consolar a mi madre.
Cual habría sido mi aspecto físico que apresuraron el cambio de ropa en la azotea, allí me di cuenta que mis vestidos estaban llenos de piojos.
Pasé nueve días sin bañarme, sin mudar prendas de vestir, en medio del polvo con que cubrió todo el Callejón de Huaylas.
Notas del segmento Historias:
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